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En su camerino Juan Gabriel se recobra de la fatiga y disfruta el pasmo circundante, las conversaciones interrumpidas, la atención agudizada. Hoy concluyó su temporada 1986 en El Patio, y ha llegado a felicitarlo María Félix, la Gran Estrella de la época en que las hacían una por una, y María saluda con efusividad al cantante, le extiende ambas mejillas para el beso que se vuelve roce furtivo, se desentiende disciplinadamente del efecto de su presencia y nos informa:
—Este muchacho es un genio. Lo digo y lo repito en todas partes. Y conmigo sólo ha tenido atenciones. Me canta desde que tiene 19 años. Me compuso una canción lindísima, donde me trata como a reina de los cielos. ¡Imagínate!
El aludido, exaltado por el halago del Más Allá, conversa casi en secreto con la Doña y con la cantante Lucha Villa. En el cabaret antaño indispensable, Juan Gabriel, de martes a sábado y durante dos meses, ha establecido un récord, ni un lugar vacío, y con frecuencia el desbordamiento hoy presenciado: gente en las escaleras, riñas por entrar, un cover charge de 25 mil pesos, el lugar utilizado centímetro por centímetro.
—No tiene límites Juan Gabriel conmigo, repite la Doña. Las actrices en el camerino hablan en susurros. Cada una por sí sola provocaría pequeños motines, pero aquí juntas reconocen a las potestades superiores… Ana Martín, Sonia Infante, María Sorté, Silvia Manríquez, son nombres que hablan de telenovelas que organizan la vida familiar, de películas bendecidas con largas colas, de fotos ubicuas en la prensa vespertina. Pero la Félix es desde hace mucho lo que ellas todavía no: una institución de tal modo fijada en la memoria colectiva, que ya no depende de caprichos del reparto, de oscilaciones del gusto, de críticas objetivas o subjetivas sobre el valor de una actuación.
Juan Gabriel atiende a María y le jura que en Ciudad Juárez la contempla todas las noches. Así es, él le compró al doctor Álvarez Amezquita el célebre retrato de María pintado por Diego Rivera, y lo tiene en su casa, al alcance de las plegarias del encantamiento.
—¡Qué lindo eres, Juan! Tú y yo sí nos comprendemos, ¿verdad? Nosotros sí sabemos que la envidia también es un aplausote.
Y el entusiasmo también es una ovación. Esta noche Juan Gabriel cantó durante 3 horas 10 minutos una porción de su repertorio, y la apoteosis se sostuvo de principio a fin. Servilletas, ñores, pañuelos, exclamaciones del canibalismo amatorio (“¡Cántala nomás para mí!”), las canciones entonadas a coro, el agradecimiento del personal de El Patio por una temporada a sala llena, y la palabra genio sostenida de mil maneras.
—Es cosa muy severa tener tu talento, añade María. No quiero instalarte un jardín de flores al oído, pero tú todavía nos debes muchas maravillas.
El aludido la atrae a un rincón y le deposita sus confidencias. «
*Escenas de pudor y liviandad, Carlos Monsiváis. D. R. © 2018, derechos de edición mundiales en lengua castellana: Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. de C. V.
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